Florencia es mamá de cuatro hijos. Félix, el segundo,transita una condición TEA (trastorno del espectro autista). Desde lo que vivió nos cuenta cómo descubrió que su niño podía mucho más de lo que le aseguraban.

La vida y el destino tienen muchas vueltas, caminos y sorpresas. Si hay alguien que lo sabe, esa es Florencia. Durante diez años vivió sola con Juan Ignacio, su primer hijo, pero entonces apareció Sebastián. Se conocieron, se descubrieron, se enamoraron. Hablando de un futuro compartido, Florencia le confió su sueño: volver a formar una familia y él no solo la comprendió, sino que también se unió a su deseo. 

Así llegó Félix. “Era un bebito completamente sano que hacía todo lo que hacen los bebés”, recuerda su mamá, aunque en su interior ella tenía una intuición que le indicaba que algo no andaba del todo bien en su pequeño. Descubrió que no la miraba a los ojos, hasta que un día en el jardín maternal, la maestra le comentó que, a diferencia de sus compañeros de sala, cuando a él lo llamaban por su nombre no respondía. 

Sin tiempo para dudas, Florencia fue directo del jardín al consultorio de su pediatra. El profesional le realizó una serie de tests. Posteriormente, y con los resultados en mano, dio su diagnóstico: “Tiene autismo. Vas a sacar el certificado de discapacidad”. Fueron menos de veinte palabras que, sin embargo, cambiaron el mundo de Flor para siempre. 

Para muchos profesionales dar un diagnóstico es parte de su rutina, pero la mayoría de las veces esa evaluación desmorona vidas. “Se nos cayó el mundo encima” -recuerda Florencia- “en casa lloramos casi una semana”. Con Sebastián atravesaron el duelo, pero no se quedaron en las lágrimas ni la victimización y comenzaron a transitar un nuevo camino. “Entramos en acción y empezamos con todas las baterías de terapias. De pronto nos encontramos yendo a todos los consultorios. Nuestra rutina diaria cambió”.

Las consultas, las pruebas y los análisis se sucedían. Llegó la visita a un psiquiatra especialista en trastorno del espectro autista que les aseguró que Félix “no podrá ir a la escuela, no podrá lograr otra cosa”. Flor decidió no quedarse con esa evaluación. Ese diagnóstico condenaría el futuro de su hijo. Lo inscribió en primer grado y “en plena pandemia”, como aclara.

Ante el asombro de muchos pero no de esa mamá que sabía lo que su niño podía, Félix comenzó a escribir, a leer. “Nos dimos cuenta de que podía hacer su primaria”, cuenta y enumera orgullosa “Hace cosas maravillosas como cálculos matemáticos. Tiene un nivel de inglés alto y sin necesidad de aprender en largos cursos, le sale natural”.

Ya estaban Juan Ignacio y Félix, pero el deseo de formar una gran familia seguía. Así llegó Ana Julia que se volvió inseparable con su hermano. “Decidimos buscar un último bebé y quedé embarazada de Tomás”, narra Flor. “Félix entendió que venía un nuevo hermano y lo esperó. Hoy lo disfruta, la buscan a Julia para compartir juegos, le cuenta cuentos. Todos los días nos sorprende con algo nuevo”.

Con el sueño de la familia cumplido y con la alegría de saber que con amor, coraje y garra las zancadillas del destino se superan, hoy Florencia se muestra orgullosa de lo vivido y construido. “A una familia que recibe un diagnóstico de TEA le digo que no baje los brazos, que no se quede con un solo análisis”, comparte y sigue “las mamás tenemos un sexto sentido, si algo nos llama la atención hay que ir rápido al médico y no rendirse”.

Abrazada a sus cuatro hijos Flor asegura que ser mamá es “no bajar los brazos y seguir luchando cada día”. Con Sebastián no sabíamos que tendríamos un hijo con un diagnóstico complejo y aún así vivimos la crianza de nuestros hijos con mucha felicidad”.

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