Walter Fernández es camarógrafo en el área de noticias de Canal 9. Comparte con nosotros los aprendizajes y la alegría de ser el papá de Serena que nació con una condición hasta ahora desconocida.

Estábamos en la habitación esperando poder ver a Serena por primera vez. La cesárea había sido normal y se la habían llevado para higienizarla y hacerle los controles correspondientes. “En unos minutos se la traemos, papis” Y en unos minutos la gorda estaba haciendo su presentación en sociedad en brazos de la enfermera. “Todos los controles salieron bien”. Pero cuando vimos su carita, nos dimos cuenta con la mamá que algo no andaba bien.  Serena era mi quinta hija y se parecía mucho a la primera: Lucila, que nació con un síndrome (hasta ahora desconocido), que le daba ciertos rasgos muy particulares: ojos chiquitos muy separados entre sí, lengua larga (no de decir malas palabras) y una boca ancha con labios finos y secos. Era evidente que Serena era igual a Lucila, lo que hacía suponer que había que prepararse para el futuro.  (Lucila, que es hija de mi primer matrimonio, figura en su certificado de discapacidad como retraso madurativo. Tiene 30, pero parece de 14. Eso cuando le conviene. Porque te protesta cuando hay que poner o levantar la mesa, pero no le impide andar cambiando de novio de una semana a la otra). La cuestión es que ese 7 de febrero no fue un día feliz. Lloramos mucho y tuvimos que explicarle a los doctores la razón de nuestra reacción. 

Durante meses, Serena no mostró síntomas de tener alguna particularidad en su crecimiento y hasta llegamos a pensar que quizá la coincidencia con la hermana quedaba solo en el parecido físico. Pero no. Una mañana a los albañiles se les cayó una chapa desde la terraza; todos nos sobresaltamos con el ruido.  Todos menos Serena. Romina, la mamá, se dio cuenta que la gordita no escuchaba. La llevamos a hacerles unos estudios y la fono le hizo unas pruebas de audición. Luego fue a su computadora a trazar unos gráficos y se produjo ese momento en que uno trata de adivinar por la cara del profesional si es algo leve o es algo grave.  El suspenso que se generó era igual cuando en un partido consultan el Var. 

Volvió con los resultados en la mano: habíamos perdido la Final del Mundo: Serena no escuchaba absolutamente nada. Ni 0,01. Cero. Entre esa información tan pesada, tan dura de aceptar y lo que dijo después, pasaron solamente cuarenta segundos. Los suficientes para que mi imaginación se proyectara treinta años para adelante: me imaginé yendo a cientos de especialistas, haciendo miles de estudios, consultando profesionales y obviamente, toda la familia haciendo cursos de lenguaje de señas. Pero la fono nos habló de algo llamado implante coclear, que es algo así como un audífono, que tiene una parte externa y otra interna, debajo del cuero cabelludo, que viene a unir lo que la naturaleza no terminó de unir. 

Al año y dos meses Serena estaba implantada. Y ¿qué creen ustedes? ¿Fue como esos vídeos donde los chicos abren los ojos sorprendidos al escuchar por primera vez? No. Nada que ver. Al cerebro le entra una información nueva que no tiene idea de dónde viene y le lleva mucho tiempo decodificar qué es. 

Pero por suerte hay profesionales que saben cómo educar al cerebro. El otro tema era cómo educar a Serena en casa. Y bueno, fuimos aprendiendo sobre la marcha. A veces era la Marcha de la Bronca, (porque si bien ahora habla y se le  entiende), en su momento nos retaba a todos con palabras inentendibles y había que andar adivinando. 

Con el tiempo aprendimos muchas cosas que nos vinieron bien para mantener la dinámica familiar: a Serena se le exige y se le da, según lo que ella pueda. Eso hace que los hermanos vean que las reglas son para todos. Y el cariño también. Nos manejamos con naturalidad, nada de sobreprotección. Si pintamos una silla, Serena tiene un pincel, si hacemos ensalada, ella corta zanahoria (y la procesa). Es muy común que los chicos con alguna discapacidad quieran hacer lo mismo que los chicos que ellos ven como “normales”. Es la nueva versión de “yo hago ravioles, ella hace ravioles”. Los hermanos tienen celu, ella quiere en celu. Los hermanos miran YouTube, ella también. 

Otra cosa que aprendimos es que la rutina les da seguridad y si hay que hacer algún cambio, hay que anunciarlo. El problema es que no tienen mucha noción del tiempo. Si yo le digo “el martes vas de mamá”, ella me pregunta 200 veces antes “cuándo mamá”. Y cuando llega de la mamá, a los cinco minutos está preguntando “¿cuando Serena casa papá?” 

Pero si hay algo que me sorprendió, es que el mundo es más noble y más amable de lo que parece. Nunca mis hijas tuvieron un mal momento en la calle. Al contrario. 

La gente muchas veces se acerca con cautela por miedo a decir o hacer algo incorrecto, pero cuando ve que nos manejamos con mucha naturalidad, se sueltan y empiezan a interactuar con más confianza. A mí me encanta que Serena hable con Gustavo del lubricentro, Sabina la verdulera, mis amigos del fútbol, que se maneje sola en los cumples, que vaya por la vida retando a los hermanos, al perro, porque le da una seguridad en si misma, una autoestima, que hasta yo mismo le envidio. Y si hablamos de capacidades, Serena tiene una capacidad diferente: ella vive en el presente, algo que la mayoría de nosotros no podemos. 

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