Un dicho asegura que “a los hijos se los educa y a los nietos se los disfruta”. De ese lazo único y maravilloso que hace la vida más hermosa nos comparte su experiencia Liliana Manna.

Liliana Manna es una reconocida productora de contenidos periodísticos. En 1997 recibió el premio Konex a la Producción artística audiovisual que sumó a los premios Broadcasting, Martín Fierro, Prensario y Sin anestesia. También le otorgaron Medallas de Oro, Plata y Bronce en distintas ediciones del New York Festivals y el Premio Iberoamericano Rey de España. Sin embargo, para ella su mejor medalla es la “abuelitud” que desde hace un tiempo transita y que comparte con nosotros.

“Pasar de la “maternidad” a la “abuelidad” o “abuelitud” fue, para mí, un viaje de ida. Debuté como abuela el 23 de abril de 2015: nació Emilia, hija de mi hija menor, María Verónica, y de mi “hijo putativo” Tomás Hernando. Aclaro que a mis yernos los identifico como “yernos ilegales” (cariñosamente)  porque no están casados. Al fin de cuentas poco importa firmar una libreta como si fuera un contrato obligatorio. Hay mucho amor en las parejas de mis “nenas”, y alcanza y sobra. Soy de esas mamás que nunca les preguntó a sus hijas “¿cuándo me van a hacer abuela?”. Mi mamá jamás me lo preguntó. Y “redepente” (como decía Niní Marshall), en pleno Siglo XXI, la vida me dio 4 nietos: Emilia, sus hermanos Felipe y Agustín, y Delfina, una pequeñita adorable, que hizo debutar a mi hija mayor, Luciana, como mamá: una nieta muuuuuuy esperada. Los dos últimos…nacidos en 2021 en plena pandemia. 

Los cuatro padres son docentes, profes de Educación Física en distintos colegios y mis hijas juegan al hockey desde que eran adolescentes.  Ergo: a mis nietos no les falta estimulación. Emilia (6 años) ya juega fútbol, hockey y va a natación desde que era bebé. A Vero y a Luciana las confié a su profe de natación desde que tenían pañales.  Primer intento de repetir historia. Punto a favor para mi maternidad. 

Lo cierto es que aquel 23 de abril de 6 años atrás, estaba dando clases cuando mi “yerno ilegal”, Tomás, me avisó que mi hija ya estaba internada y en trabajo de parto. Abandoné mi clase, y volé para allí.  En el establecimiento regían estrictas reglas de ingreso: sólo podíamos hacerlo los abuelos y el padre debutante, por cierto. Tíos afuera. En la espera, mi cerebro hizo un flashback. Fui recordando, paso a paso, la previa del nacimiento de la mamá de Emilia. Fue un parto natural, rápido. Mi hija fue a internarse sabiendo que sería por cesárea. Tomás me avisó por el celular que había nacido Emilia. Lloré mucho. De alegría, obvio. Para ser sincera: sentí que volvía a ser madre. 

Fue un pase directo a otro tipo de amor. Desconocido. Sublime. Interpela al corazón. Imposible definirlo con palabras pero, no se puede dejar de pensar en la prolongación de la familia, en su historia, en sus costumbres, en las formas de ser de cada uno de sus miembros.  Todo es un misterio. Y abordarlo, para mí, fue un desafío con cada nieto. ¿Qué significaba ser abuela? ¿Cómo sobrellevar ese título? YO no tuve mucha experiencia de abuelos: no conocí a mi abuela paterna; sí a mi abuelo Alfonso Manna: vivía a metros de mi casa, en Tandil, sus 14 nietos los domingos corríamos a su casa porque nos esperaba con la mesa larga tendida y una picada fabulosa: los maníes con cáscara, desaparecían. Mis abuelos maternos vivían en Mar del Plata. Viajábamos seguido a verlos. Don Salvador Ramírez partió muy joven, a sus 56 años. De mi abuela Pastora recuerdo las jugadas al chin – chon o a la escoba de 15. Me enseñó a hacer trampa con las cartas. Era muy cómica.  Tengo el privilegio de ser la “única heredera” de la familia que tiene la receta posta de sus tortas fritas. Ya con eso… me recibí de nieta. 

Y ahora la gran pregunta: ¿Cuál es el legado que deberíamos dejar los abuelos? ¿Está escrito en algún lado? Si es así…yo no lo encontré. Lo voy descubriendo paso a paso.

Soy una abuela que aún labura en lo que eligió. Mis horarios no tienen un tope de entrada ni uno de salida. Siempre sostuve que ser periodista es un trabajo de 25 horas por día: no se nos puede escapar nada de la actualidad. Más aún si trabajamos en radio. Crié a mis dos hijas yéndome de mi casa a las 5 de la mañana y regresaba a mi hogar al mediodía: nunca pude llevarlas al colegio. Me la perdí. No me creó ningún trauma. A ellas tampoco.

Con Emilia, mi nieta mayor, me entrené a full como abuela. Sabía que alguna tarea extra me iba a tocar en su crianza. Muy lejos de ser una abuela-esclava. Hasta que ingresó al Jardín, a los 2 años, me encargué de cuidarla los miércoles desde el mediodía hasta las 5 de la tarde en que regresaban sus padres de sus trabajos. Repetí la receta con su hermano Felipe que nació 3 años después. En ese lapso que los cuidé siendo bebés mi única preocupación era: ¿extrañarán a sus padres?, ¿Llorarán y no podré calmarlos? Nada de eso ocurrió. Armé una rutina que nunca falló: los ponía en el cochecito y los sacaba a pasear por las calles arboladas y pintorescas del barrio, y les iba tarareando “Imagine”, un himno universal. A la medida hora ya estaban dormidos. Durante esas 5 horas les iba sacando fotos con el celular que enviaba religiosamente a sus padres para que supieran que sus hijos no estaban sufriendo. Convengamos que también lo hacía para equilibrar la supuesta “culpa” que sentimos las mamás cuando tenemos que volver al trabajo y confiar a nuestros bebés a quien hayamos elegido. Confieso que esos momentos no los olvidaré jamás: fui testigo de sus primeras carcajadas, del descubrimiento de sus manitos, de sus gateos incipientes, de sus primeros pasos, de los juegos que compartimos en el suelo, de las primeras siestas dormidos sobre mi pecho. Lo admito sin miramientos: volví a ser madre.

Me defino como una abuela aggiornada. No soy la típica “nona” que les da todos los gustos. Respeto los límites que les ponen sus padres. Cuando Emilia y Felipe vienen a pasar el día a casa, con cama adentro, nos disfrutamos sin condicionamientos. Ellos saben que vienen: a comer ñoquis, a beber jugo de pomelo y de manzana, a tomar helado o comer frutillas, a ir a la Plaza Almagro, a dibujar y pintar con los materiales que tengo al día, a comer snacks, a compartir charlas de su vida cotidiana durante la saludable ceremonia de compartir un almuerzo o la cena. Aquí hago un paréntesis: Felipe tiene una obsesión con todo lo que tenga 4 ruedas: autos, camiones, palas mecánicas, areneros, autobombas, patrulleros, y la lista sigue. Cuando llega a mi casa me pide: “Lili. Poneme camiones en Youtube”. Y admito que ante su pedido, con una sonrisa de oreja a oreja y un “por favor” que me derrite, sucumbo. Veremos cuáles serán las demandas de los dos nietos que llegaron en 2021. Por lo pronto, en nuestras videollamadas, tanto Agustín cuanto Delfina se mueren de la risa cuando les hago monerías a través del celular. Sólo ellos saben qué les provoco. 

Siempre tuve un enorme respeto por todas las cosas que dejaron mis hijas en casa cuando decidieron emprender sus caminos propios. Cada vez que nos juntamos…algo descartan. Además nunca le tiré a la basura ninguna de sus pertenencias sin consultar previamente. Lo que no resignan son los juguetes conservados en un placard: están impecables. Y me provoca una emoción enorme que mis nietos pidan los bloques, los ponys, los Trolls (muñequitos muy feúchos con pelos colorados) los Rugrats, figuritas de álbumes de todo tipo, los animales de peluche que aún reposan en las camas de mis hijas ( y que lavo en el lavarropas 2 veces por año), los memotests, las maderitas, los ladrillitos, el dominó, los Play Mobil que pudieron tener, y, como si fuera poco, Emilia suele pedirme mi colección de muñecas Mini Puky que conservo cuidadosamente en una caja enorme forrada. Y siempre me preguntan “¿de quién era este juguete?”. Y les cuento historias que aún recuerdo, cuando jugaba con mis “nenas” tras la ceremonia de la merienda. 

Podría escribir sobre mi abuelazgo durante horas interminables. Me cuesta muchísimo poner este nuevo amor en palabras. Crié a mis hijas dándoles los tips necesarios para manejar sus libertades. Saben lo que significa hacer un culto de la amistad. Son trabajadoras y tienen pasión por la profesión que eligieron. Veo claramente que Emilia y Felipe están siendo educados por el mismo camino y absorbiendo los valores de sus padres. No soy de esas abuelas que les retumbó en la oreja el ¡“No me digas abuela!”. Ellos solos decidieron que soy Lili. Y me derrito cuando Emilia me dice: “no sos una abuela viejita con el pelo blanco”. Y yo le respondo que me tiño. Y larga la carcajada. Y me muero de emoción cuando a Felipe se le ocurre decirme: “Te amo, Lili”. ¿Con qué me saldrán Agustín y Delfina cuando empiecen a hablar? Dios dirá. Tengo todo para seguir aprendiendo.

No sé qué más me espera. Pero en este momento de mi vida, sé que no me hace falta nada más para ser feliz.

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